Santiago al atardecer, primavera de 2011 |
Todo empezó de la manera más inocente: una vieja Pentax de la familia con la que comencé a realizar mis primeros encuadres. Al principio, resultaban toscos, fuera de lugar y ciertamente previsibles. Eran más propios de un mero aficionado que retrata vagamente los recuerdos de sus vacaciones que de un fotográfo en ciernes. A aquellas primeras "instantáneas" les faltaba color, vida, personalidad, carácter...en definitiva, eran primarias y básicas. Pero, pese a todo, todas ellas tenían algo en común que las vinculaba con su autora: una cierta obsesión con los detalles, con las pequeños placeres de la vida, con lo realmente insignificante que pasa desapercibido para la mayoría de las almas...
Poco a poco, esa cierta obsesión se convirtió en un hábito que me fue devorando hasta convertirse en una parte más de mí: fotografiar la realidad de forma anónima, ocultándome en los rincones más inhóspitos para retratar a los ajetreados transeúntes que me regalaban, sin ellos saberlo, preciados instantes de su realidad transformados en píxeles color... Y llega el día en el que no puedes dejar tu Canon ni un segundo, porque, para tí, cada mínimo resquicio de realidad ofrece algo (lo que sea) que merece ser captado.
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